Ciertos días quisiera gritar “basta, ya no juego”. No es un paraíso perdido esta patria: la infancia donde jugábamos a matar y morir al salir de la escuela. Y sin embargo, de adultos todavía tenemos la garganta y los labios resecos de tantas risas por aquella guerra.
Tras la hora de la comida, recuerdo extender la mano en el mostrador de la tienda junto con la angustia por ofrecer una moneda incierta, y preguntar: “¿Señor, para qué me alcanza?”.
Extraño las leyes simples en la explanada de la colonia: gritar “¡pido tiempo!” si me raspaba la rodilla, enjuagarla y soplarle para contener la sangre; frenar la guerra y beber un chorro de agua fresca en el grifo de la esquina; atarme las agujetas y seguir corriendo, pero, al final, siempre seguir.
La infancia no es un paraíso perdido.
Cuando vivía en Veracruz, a mi vecino le enseñaron ciertos métodos para evitar el mosco del dengue cuando cursaba la primaria.
Antier —me dijo mientras fumábamos un cigarro en el descanso de las escaleras— su sobrina de trece años aprendió a meterse bajo la banca en caso de balacera: mismo colegio, mismo país.
Ayer torturaron y asesinaron a cinco personas frente al jardín de niños de mi hijo. Él jugaba con sus compañeros a los policías y ladrones durante el recreo. La prensa declaró que habían pagado para victimar solo a uno y “los otros cuatro fueron el pilón”. El dinero del crimen —se comenta— llegó desde esa ciudad donde sicarios e infantes aprenden a tirarse pecho tierra, sin la oportunidad de gritar “pido tiempo”. El comandante de la policía declaró que los asesinos eran simples rateros y las cosas se salieron de control por su inexperiencia. Como si esto se tratara de un juego con reglas nuevas; como si alguien hubiera olvidado que debía gritar “¡basta!” tras una declaración bélica, en lugar de correr.
Y así la vida sigue, y avanza, en este paraíso en guerra, una masacre que no es ningún juego.
La infancia es cruel.
Y nunca hubo paraíso: nuestras rodillas sangraban al rasparse y nuestras madres nos golpeaban al gastar la suela de los zapatos en el patio de recreo porque en ese entonces —y en este hoy— no había para más.
Y ahora, en la edad madura, nuestro hígado se envenena más rápido de lo que puede sanar.
Y sin embargo, mi mayor preocupación aún es preguntar: “¿te sientes bien?”, si alguien se tropieza por la calle, extenderle la mano y ver qué patria logramos construir; como en la infancia, ofrecer una sonrisa incierta y ver para qué nos alcanza.
Publicado por primera vez en la Revista Ágora – Colmex