El Zurdo Bonsái

Me gusta llegar temprano al gimnasio para limpiar. En general los conserjes se ocupan del aseo al acabar la jornada, pero hay varias razones por las que prefiero la madrugada. Para empezar, el agua fría me ayuda a controlar el dolor de artritis. Un cliente que es médico me dijo que eso es peor para las articulaciones, pero la experiencia me ha enseñado que al cuerpo no hay que darle chance de aflojar. Se debe mantener a raya con disciplina, si no después es más difícil recuperar los bueno hábitos. Además, al final del día, después de entrenar a tanto chamaco, simplemente quieres tirarte sobre las cuerdas. Tampoco falta en la noche quien ve la luz prendida y se mete  justo cuando terminaste de trapear sin siquiera decir “buenas noches” con los zapatos llenos de lodo. Antes no los dejaba pasar, pero parecía que en lugar de decir “ya cerramos”, les gritaba “no quiero que vuelvas a pararte en este lugar”. La gente confunde un buen servicio con dejarlos hacer lo que se les pegue la gana, como si el mundo fuera suyo sólo por pagar una mensualidad.

Hoy día nadie entiende sobre respeto y no lo digo únicamente por los horarios. Mira, entiendo que durante el entrenamiento tengas que soltar de vez en cuando algún gargajo para humedecer la garganta o que te suenes contra el suelo para respirar mejor. Está bien, pasas el trampeador y se acabó. Pero es muy diferente no bajarle a la taza después de cagar, orinar en el piso o echar papel en el mingitorio. Sé que en este lugar no entrenan precisamente las mentes más brillantes de la patria, pero el letrero de “no arrojar papel a la taza” debería ser suficiente advertencia para una persona medianamente decente. Incluso si estuviera escrito en las Sagradas Escrituras, a la gente de la colonia le daría igual. Pocos tratan el gimnasio como un hogar. En general eran los mejores boxeadores, esos que se ganaban el respeto arriba del ring. No de quienes creen que por pagar una mensualidad se lo han ganado. El Zurdo Bonsái, por ejemplo, nuestra más grande promesa. No es que se pusiera a limpiar la lona ni que se tragara los gargajos. Me refiero a que era un muchacho que saludaba al llegar, se despedía al salir y sin pretexto pagaba con puntualidad su cuota.

Varios creen que por limpiar retretes mi carrera boxística fue mediocre. Pero todos los instructores de aquí fuimos campeones. En su momento, tanto el coach Dan como su servido, ganamos los Guantes de Oro. Incluso estoy seguro de que el Zurdo se los hubiera llevado, si tan solo lo hubiera intentado. Por lo mismo, puedo decirte que los verdaderos boxeadores sólo dejan que alguien de confianza limpie sus sanitarios. Al ver en la regadera trozos de dientes, el excusado lleno de mierda con sangre y las toallas cubiertas de vómito te das cuenta de que un campeón no es más que un hombre común y corriente. Y nadie en el gremio quiere que ese secreto se sepa. Pocos entienden lo difícil que es dejar que otro vea cómo literalmente te derrumbas. Pero aquí estamos acostumbrados a tener el rostro contra el suelo, sobre el gargajo de otro. Aquí está prohibido hacerse pendejo. Si te quejas porque el gimnasio huele a sudor es porque no estás sudando lo suficiente. Si quieres que huela a pino y lavanda, el box no es para ti.

Los verdaderos peleadores vivimos para probar que no somos un error. Muchos desertan porque tienen asegurado un lugar en el mundo. Entran por la puerta pensando que lo peor que les puede pasar es una nariz rota, un ojo morado o una quijada desviada. Ignoran que aquí el pan de cada día es la muerte, porque no entienden cómo es la vida real. Los peleadores gastan sus cuerpos y sus vidas para poder subir al ring y morir dignamente. La vida al final termina por desvanecerse, la muerte es lo único que perdura, y cuando lo entienden muchos prefieren darle la espalda. No son capaces de ganarse un lugar en el gimnasio; prefieren creer que por pagar una mensualidad lo tienen asegurado. Quienes entrenan uno o dos meses son los mismos a los que les romperán la cara en alguna fiesta. Creerán que entiende de qué se trata pelear. Mi hija brinca la cuerda, pero no por eso la subiría al cuadrilátero. Necesitaría curtirla mínimo cuatro años y eso apenas serviría para que no la maten en su debut.

Me gusta llegar temprano también para que los verdaderos peleadores tengan un lugar limpio y freso. Los que madruga son los únicos que lo merecen. En una de esas los pedos que dejan en el aire se los fuman los oficinistas de la tarde y entonces tendrán por fin dentro del pecho algo de campeones. El Zurdo Bonsái, por ejemplo, peleaba porque sabía que en la escuela no llegaría lejos. Entendía que si no quería cargar costales y vender chatarra en el tianguis el resto de su vida tenía que chingarle. Y era bueno, pero tomó una pésima decisión. Ese fue su único error. Muchos tomamos malas decisiones a diario, pero son sólo eso: malas decisiones. En cambio, él tuvo la desdicha de tomar una pésima decisión. En una pelea te pueden llover miles de puños, pero basta un mal golpe para acabar con todo. Una pelea no la gana el más fuerte ni el más rápido, gana el que comete menos errores. Lo mismo pasa en la vida.

Me hubiera gustado llegar más temprano ese día para encontrar al Zurdo antes que los demás. Sacar su cabeza del excusado para que su madre lo pudiera abrazar mientras lloraba. Ponerlo al menos sobre el cuadrilátero, junto a los costales o cualquier lugar digno, como se merecía. Cerrarle los párpados para que no se notara la cuenca vacía o siquiera haberle limpiado la cagada que dejan todos los muertos. Pero aquella mañana tenía que aparecer uno de esos insoportables oficinistas que creen que por levantarse un día a las cinco de la mañana cambiarán el rumbo de su vida.  Me hubiera gustado llegar más temprano ese día o por lo menos que en esta vida hubieran menos entusiastas estorbando en las pistas de carrera.

Las historias de boxeadores generalmente están llenas de alcoholismo, drogas, violencia familiar y asesinatos callejeros. La mayoría de las veces incluso tienen todas estas cosas. Igual que en las películas de Hollywood. La diferencia es que la vida real no tiene nada de heroica. Muchas veces esto desemboca en la muerte del muchacho. Personalmente no conozco ninguna historia que haya terminado bien. La mayoría de los entrenadores mueren sin haber tenido un buen boxeador. Ya no digamos campeón mundial o mínimo de olimpiada nacional. No porque el talento mexicano no exista. Por supuesto que nosotros somos los mejores boxeadores del mundo. Sucede que los que tienen la suerte de librar la muerte deben dedicarse a otra cosa para no acabar en la cárcel. Realmente nadie quiere tener una vida de boxeador. No una verdadera. Menos si tiene otra opción, la más mínima. Por eso la gente disfruta tanto las películas de Hollywood. Sólo anhelan la gloria y los abdómenes curtidos. Algunos tienen la vaga idea de que esto se trata de golpear y aguantar golpes, pero no saben que al final lo que verdaderamente te merma es el madrugar, los entrenamientos, correr diez, veinte kilómetros diarios y la jodida dieta. Eso es lo que más te desgasta el espíritu: la maldita dieta. Se vuelve más difícil con los años. Primero se te antoja hacer trampa en una comida. Beberte una cerveza, una botella de tequila, meterte una línea, lo que sea. Claro, al inicio puedes hacerlo una o dos veces por semana y seguir el paso. Pero quieras o no el tiempo te tumba. Es entonces cuando a muchos les empiezan a apagar las luces. Algunos aguantan cinco años de régimen y eso les da dinero suficiente para poner un restaurante, pero la mayoría no aguantan ni un año bajo reflectores. Es sencillo soportar los golpes, lo realmente difícil es soportar el resto de la vida.

Se llamaba Jaime García, pero nosotros le decíamos El Zurdo Bonsái. Desde la secundaria le apodaban el Bonsái por chaparro. Un sobrenombre que dejó de ser chistoso cuando descubrieron que era bueno a la hora de fajarse. Lo de “Zurdo” se lo agregamos el coach Dan y yo. Pensábamos que algún día, quizá en el Madison Square Garden, se escucharía mejor que Jaime “Bonsái” García. No era el más curtido, pero tenía disciplina: el talento más difícil de hallar por estos lares. Encontrar un peleador que aguante golpes es fácil, pero eso se acaba pronto. No fue raro que rápidamente dejará a la mayoría atrás. Entrenaba diario y tengo entendido que tampoco fumaba ni bebía. Al inició lo bajaban del ring antes de que acabara el tercer round. Después te aguantaba dos o tres sparrings diferentes y de cuatro round cada uno. Una brutalidad, sinceramente. Se lo tomaba en serio, pues. Sin embargo, nunca quiso irse con Don Nacho, a pesar de lo mucho que insistimos. Ahí iba a mejorar más rápido. Tener una verdadera oportunidad como profesional. Siempre se negó porque aquello de que eran tres horas de puro trayecto. Tiempo que prefería gastar en montar un puesto en el tianguis o en alguna otra chamba para ayudarle a su mamá que trabajaba de dependienta en Liverpool. La verdad, esos trabajos eran una pendejada y una pérdida de tiempo. Sobre todo porque su hermano menor, el Abel, se bolseaba dinero para la gasolina de su motoneta. Un mocoso bastante detestable. Decían que mataba a las mascotas de los colonos. A toda clase de animalitos, gatos y perros, los apuñalaba cuatro veces y les sacaba el ojo derecho con su cuchillo. Es como tener un Starbuck: el chiste es tener una marca personal para diferenciar tu trabajo del de los demás. Eso le decía al Zurdo, según nos contó. Una vez le pregunté al Zurdo por qué no le decía nada sobre el dinero si era el mayor. “Lo intenté y con un golpe de la fusca me alejó del ring durante un mes, Arnold. Prefiero no molestarlo ni meterme en sus asuntos. Mientras me deje entrenar, funciona para mí”, me dijo la única vez que hablamos del tema.

Aquí entrenamos a montón de niños, adolescente, jóvenes y adultos. Como te dije, muchos no aguantan porque es más divertido irse por un trago o pasar la tarde en casa mirando la televisión. De haber podido en mi juventud, yo también lo hubiera hecho. Pero las circunstancias te obligan a ser un boxeador. Pocas veces puedes permitirte esos gustitos. El Zurdo, por ejemplo, a pesar de su disciplina y sus constancia, siempre estuvo buscando un empleo. Sabía que vender en el tianguis y trabajar en las obras no lo estaban llevando a ninguna parte. Que sólo desgastaba su cuerpo, sus articulaciones y sus músculos. Herramientas que prefería utilizar para, no hacer lo que le gustaba, sino para lo que era bueno. Incluso sería peor cuando su madre envejeciera, porque no contaba con su hermano en el futuro. “El día que mi jefa se nos adelante, sé que a ese cabrón no lo vuelvo a ver”, me decía. Las adicciones, la prisión o la muerte eran las únicas probabilidades de Abel. Toda la colonia lo sabía, en especial el Zurdo. Por eso no dudaba en preguntarle a toda la gente que se paraba en el gimnasio por algún trabajo de oficina, en alguna dependencia, en cualquier pinchurrienta empresa. Aunque sea de mensajero, les decía, siempre se empieza por algo. Lo único que quería era la certeza de un ingreso mensual. No depender semana a semana de cuántos cacharros vendía. Pero nunca se le hizo porque el Zurdo no era muy listo. Algo que dentro del gimnasio importa poco, pero por lo mismo nunca se dio cuenta de que esa era la razón por la que nadie le devolvía las llamadas. Yo le presté varios libro para agilizar su mente, pero siempre los dejaba en la mesa de mi despacho.

Debí ofrecerle una oportunidad en el gimnasio. Como ayudante de conserje o algo por el estilo. Aunque sólo le pagara cincuenta pesos. Seguramente nunca iba a poder ofrecerle más, pero de algo le hubiera servido la ilusión de que había otro camino. Entre más lo pienso, más me siento culpable, pero ni yo se lo ofrecí ni él preguntó. Sin embargo, eso hubiera evitado que le pidiera a su hermano la reunión con Tony. Hacía rato que su nombre sonaba entre los vecinos. Principalmente porque son pocos los que andan en una camioneta BMW por la zona. Siempre traía algún chalán en el asiento de copiloto y constantemente iba y venía entre las colonias aledañas. Nunca faltaba entre los andadores su música a todo volumen durante la madrugada. Generalmente salían del Red City, un bar famoso por lo barato de la cerveza, dejaban la cuenta abierta y desaparecían en su camioneta durante una hora. Lo hacían unas cuatro veces por día, excepto los fines de semana, que era cuando trabajaban en Polanco y Santa Fe. Sin embargo, siempre podías encontrarlo en la misma mesa. Lo raro fue que vieran al Zurdo ese jueves. Tony lo recibió e inmediatamente le invitó una hamburguesa de cordero y un buchanan. Un combo que estaba en el menú solamente para él. Hablaron de los años gloriosos de secundaria, mientras el Zurdo se mostraba sumiso frente a su anfitrión. Honestamente no lo logro imaginar. Seguramente fue Tony quien quería rememorar aquellos años en los que el Zurdo era alguien verdaderamente importante. En cambio, a Tony únicamente lo reconocían los prefectos que a cada rato le levantaban reportes. Sólo quería terminar por destrozar aquel tesoro que tenía el Zurdo en su memoria, demostrarle que su época gloriosa de nada le servía ahora. El niño de oro, el más bravo peleador de la colonia, estaba a sus pies rogando las migajas de sus manos. Me molesta pensar en esto, pues es la única manera en la que un hombre que siempre se levanta puede estar de rodillas: por necesidad. Es peor aún pensar que se arrodilló frente a una persona que no conoce otra manera de vivir más que arrastrándose en medio de la porquería.

El boxeo, como al vida, es un lugar injusto. Honestamente, pocos boxeadores pueden tener una carrera profesional. Y son menos los que viven medianamente bien de pelear. ¿Ahorrar para el retiro? De ninguna manera. Una carrera de cinco años, diez con muchísima suerte, da para juntar lo de una casita o un buen coche. Ya no hablemos de campeonatos mundiales: eso es como jugar en el Real Madrid. El simple hecho de conseguir peleas por cuatro o cinco mil pesos es de por sí difícil. Y generalmente esa cantidad termina reduciéndose a dos mil cuando le pagas al promotor, al esquinero, al entrenador, transporte, en fin. Por eso era obvio que cuando el Zurdo dijo que quería ganar dinero, se refería a una pelea ilegal. Si no nos hubiera pedido al coach Dan y a mí que le consiguiéramos algún torneo de medio pelo. El único tipo de peleas que conocía Tony eran las clandestinas. En esas fiestas privadas donde los juniors van a emborracharse, los sicarios a levantar chavitas y los políticos a robarse los focos. Peleas donde se mueve harto dinero y por lo mismo mucho más peligrosas. Peleas que no sirven para hacer carrera, pero sí para mantenerse en ella.

Por supuesto que el peligro no significaba nada y menos frente a una suma tan grande como 20,000 pesos. Ni siquiera la extraña advertencia de Tony lo disuadió. Ni siquiera cuando le dijo que la gente salía herida de esos lugares, ganara o perdiera. El Zurdo aceptó inmediatamente. Bastó con que Tony dijera que era el peleador más bravo que había visto para hacerle creer que estaba tomando la decisión correcta. Para Tony fue la oportunidad perfecta: ofrecer a sus jefes un pelador que diera espectáculo; un boxeador semi profesional, pero sin la malicia necesaria para las peleas ilegales. Un buen trozo de carne para echar a los perros, por decirlo de otra manera. Por eso cuando regresó de hacer la llamada, el Zurdo ni siquiera se había terminado de comer la hamburguesa de cordero que Tony ordenó especialmente para su invitado. “Hay una posibilidad de que te lleves 50, si ganas por nocaut”, le dijo. Aparentaba estar de su lado, aunque fuera prácticamente imposible que eso pasara. El Bonsái ni siquiera había peleado sin careta. “Míralo de esta manera, lo peor que puede pasar es que te vayas con 20” continúo. Sin embargo, Tony no hubiera mencionado esa cifra de saber que una llama en el Bonsái se encendería al escucharla. Sobre todo porque jamás había estado tan cerca de ganar esa cantidad. Le parecía algo tan distante y a la vez tan fácil como arrebatarle la cartera a una anciana en el mercado. Me repugna la idea de pensar que, ante esto, el Bonsái se deshizo en agradecimiento con Tony.

Si lo piensas un poco, esta cantidad de dinero no era suficiente comparado con el costo real. En esos lugares estás por su cuenta y nadie te garantiza seguridad. El referí deja que las peleas lleguen hasta las últimas consecuencias, el nocaut técnico no existe y mucho menos habrá un médico para detenerla. Si te noquean, no hay certeza de que recibirás atención médica. Generalmente te botan a la calle hasta que despiertas por tu propia cuenta, si es que despiertas. Nadie lleva el puntaje y el único juez termina siendo quien haya puesto la suma más grande. Ni siquiera es seguro que tu pelea acabe en el ring. Por eso es importante escoger a alguien de confianza para que te haga a esquina. Alguien que pueda sacarte si las cosas se ponen mal o tirar la toalla siquiera. Pero el Zurdo estaba demasiado convencido de que ganaría y, por lo mismo, de que no necesitaba a un profesional en su esquina. Seguramente pensó que podía evitarle el susto a sus amigos y de paso ahorrarse algunos miles de pesos. Al final, solamente les pagó nada a unos chavitos que entrenaban con el coach Dan para hacer montón y para que cargaran la maleta. No fue la soberbia lo que lo hizo pararse solo en ese lugar. Tampoco era la absurda esperanza de que algún sería el más grande de los boxeadores. Te repito, si lo hizo fue por necesidad. El Zurdo Bonsái de verdad necesitaba cada moneda. Aun así el coach Dan o yo hubiéramos podido evitar que acudiera a la pelea sino fuera porque esa misma tarde le pidió algo de dinero a Tony para poderse dedicar de lleno a entrenar. Sabía que el Zurdo tenía gente que lo procuraba. No demasiado, pero sí lo suficiente como para disuadirlo de hacer esa locura. Por eso no dudó en sacar de la guantera, no mil ni dos mil pesos, sino 10 grandes que le entregó de golpe mientras se despedían. No es que fuera una persona generosa. Al contrario, para Tony esa cantidad significaba nada. Se estaba eso cada fin de semana y podía recuperarlo en una sola noche trabajando en Polanco. En cambio, la única manera en la que el Zurdo podía reunir esa cantidad era presentándose a la pelea.     

Quisiera decir que tras esa reunión la vida del Zurdo dio un giro inexplicable. Que empezó a beber y a consumir drogas; que se olvidó del boxeo para irse de fiesta o que se gastó el dinero en una mujer de la que se enamoró. Pero honestamente fueron meses bastante aburridos. La vida del Zurdo Bonsái fue como la de cualquier campeón: rutinaria. La mitad del dinero lo gastó en unas cuantas despensas para su mamá, además de una plancha, una licuadora y una televisión de plasma que colocó en la cocina. El resto lo guardó, no para gastarlo después, sino para entregárselo acabando la pelea. Sabía que entregarle todo el efectivo de un tirón traería problema familiares. Principalmente porque Abel terminaría bolseándola y ninguno sería capaz de decirle nada. El único lujo que se permitió fueron unos guantes hechos a la medida, y aun así no gastó más de dos mil pesos. Y si cambió sus guantes descosidos con los que llevaba cuatro años entrenando, fue únicamente para evitar lesiones en los nudillos antes del combate

La pelea fue prácticamente un trámite. Le bastaron tres rounds para mandar al otro muchacho a la lona. Desde el campanazo inicial se veía que habría nocaut, pero hasta la mitad del segundo el Zurdo logró doblarlo con un gancho al hígado y después, casi al final del tercero, le apagó las luces con un uppercut a la quijada. El otro peleador no metió ni las manos. El resultado no sorprendió a ninguno de los apostadores. En una pelea sabes quién va a ganar desde que se quitan la playera. El mismo cuerpo del boxeador te dice qué tan bien se prepararon. Por ejemplo, si se ve deshidratado, aguado del torso o con la cara pálida, sabes que no durará. Como dije, la vida de un boxeador no se parece en nada a las películas de Hollywood y todos apostaron al que se veían más entero: al Zurdo. Después de pelear, se duchó, cobró sin ningún inconveniente y antes de que empezara la pelea estelar, ya estaba descansando en su casa. Al otro día se presentó a entrenar y su vida volvió a ser la misma. Lo único diferente fue ver a Tony y Abel esperándolo afuera para cobrarle, pero el Zurdo pagó hasta el último peso e incluso le comentaron lo mucho que les había gustado su desempeño a los dueños del lugar.

Por una comisión te consigo la estelar, le dijo Tony, serían más rounds y más feria.

Vemos.

Piénsalo, carnal, y me mandas un recado con tu broder. Nos conviene a todos.

Aquellas palabras hicieron reaccionar al Zurdo. Al caer la noche, regresó al gimnasio justo cuando estaba cerrando y se pasó sin siquiera saludar. Traía su mochila llena de billetes. La abrazaba fuerte y con razón. Demasiado dinero para andar tan tarde por esta colonia.

No seas mala onda y guárdamelo en tu caja fuerte, me dijo.

¿Cuál caja fuerte, mijo? Aquí no manejamos tanto dinero.

Sabes que no lo puedo dejar en mi casa.

No acepté por puro miedo a que se enteraran, me abrieran el local y lo desmadraran. Pensaba que el Zurdo no pagaría por los daños y finalmente el único jodido sería yo. Me costó convencerlo de que lo escondiera en otra parte y al final el favor se redujo a únicamente acompañarlo hasta su casa. Al llegar, vimos a Abel parado en la reja del zaguán, echándose un gallo. El Zurdo me dijo que lo dejara ahí, que esperaría hasta que su hermano se fuera a hacer sus cosas con Tony. “Mañana buscas otro lugar donde guardarlo”, le dije. No sé por qué, pero de cierta manera sentí la angustia en su mirada infantil, prácticamente al borde del llanto. La misma que vi en los ojos de mi hija ese mismo verano en la playa cuando contemplaba cómo la marea se llevaba el castillo que habíamos construido durante la tarde. El Zurdo tomó las llaves y le pedí que abriera temprano. Nunca supe dónde escondió la mochila, pero sé que no lo sacó de aquí.

Pasarón los días y acostumbrarnos al Zurdo fue relativamente sencillo. Incluso la gente llegó a pedirle rutinas y consejos pensando que trabajaba en el gimnasio. Nunca se negó y ni el coach Dan o yo le dijimos nada. El Zurdo sabía que no podíamos pagarle y tampoco nos lo pidió. Le bastaba con que lo dejáramos pasar las noche aquí. Además disfrutaba sentirse útil; enseñarle a otros cómo soltar golpes con dirección. Nunca lo vi trabajar tan duro. Antes de que abriéramos, le pegaba al costal y luego trapeaba; enseñaba algunas combinaciones, durante la tarde iba a ver a su madre y al caer la noche trabajaba un poco de manoplas con el coach Dan. No diría que lo veía feliz, pero al menos lucía tranquilo. Boxeaba con tanta seguridad que parecía hacerlo en cámara lenta; en el sparring ningún gancho le mermaba el cuerpo y siempre sabía a qué esquina regresar. Lo extraño es que no se preparaba para ninguna pelea. Entrenaba como si fuera a ir por el campeonato, pero lo único que quería era mantenerse en la rutina, lejos de casa.

El problema con el boxeo contemporáneo es que los predicadores de Hollywood han descubierto que es el arte del jodido. Sólo somos un puñado de fracasados que no dejan de intentarlo. Por lo mismo mucha gente ha empezado a tomar clases de box, como si fueran pláticas de superación personal. Entran al gimnasio en busca de diapositivas y palabras de aliento, pero las únicas frases que vas a encontrar aquí son “respira por la nariz”, “mueve la cintura”, o “cuando sueltes el jab, no dejes caer la guardia”. Nada que sirva fuera del gimnasio. Sin embargo, pocas veces la vida se parece en algo a una pelea: golpea sin ser golpeado. Y para lograrlo es importante mantenerse en movimiento. Nunca debes quedarte en un punto fijo del cuadrilátero. El Zurdo, por ejemplo, pasó demasiado tiempo encerrado aquí. Pudo haber hecho dos peleas más y mudarse con su mamá a otra parte como le sugerí; poner algún negocio como le decía el coach Dan o incluso intentar debutar profesionalmente como insistían sus alumnitos. Eso 50,000 podían durarle al Bonsái prácticamente dos años, pero al final no se decidió por nada y se volvió un blanco fácil. La colonia entera sabía a qué hora visitaba a su mamá, a qué hora regresaba a entrenar y a qué hora se quedaba solo en el gimnasio. “Hay que moverse rápido, decidir si se dribla a la izquierda o a la derecha, antes de que salga el golpe” le dije en nuestra última sesión de manoplas.

Me hubiera gustado llegar más temprano el día que lo encontré tirado sobre el retrete. Probablemente el cabrón de Abel no durmió esa noche. Es incapaz de levantarse antes del mediodía, mucho menos iba a poder hacerlo a las cinco. Mis chamacos dicen que se vino en vivo directamente de un fiesta en donde había estado bebiendo e inhalando. Siempre le dije al Zurdo que bajaba demasiado la guardia derecha. No sé si su hermano lo sabía o fue una tétrica casualidad, pero después de esto se volvió el particular de Tony, por decirlo de alguna manera. Al parecer lo de la marca personal le gustó. Eso sí, ninguno tiene un interés particular en este local. Si se aparecen de vez en cuando es para buscar algún chavo que quiera pelear. Siempre esperan en su camioneta dos calles más adelante. Lo hacen porque a los más jóvenes cada vez les asusta menos las peleas ilegales. Crecieron en este ambiente, son más duros y tienen más malicia. Tal vez no al boxear, pero sí para la calle, que es más importante. Entre ellos incluso corre la versión de que todo fue culpa del Zurdo por no haber seguido peleando, por pendejo, dicen. Como te dije antes, la vida de boxeador no se parece en nada a las películas de Hollywood. A nadie le importa pelear por la gloria, el honor y mucho menos por un título. Sólo importa hacer dinero, pero Tony no tarda en buscarse otro negocio. No te voy a mentir, me duele venderlo, pero hace rato que este gimnasio no tiene gloria, no tiene campeones y no vale la pena mantenerlo. Tendrá algo de historia y seguramente le pueden exprimir algo. Si les interesa puedo dejar algunas fotos y recortes de periódicos que tenemos enmarcados para motivar a los que se inscriban. Es verdad que a los godínez no les gusta mucho el lugar. No sé si el entrenamiento es demasiado pesado o si el coach Dan y yo somos poco serviciales, pero por eso consideramos venderles el lugar. Mi primo dice que a la franquicia le interesan locales con uso de suelo para deportes en esta zona. Te repito, lo que pasó con el Zurdo no debe alarmarlos. La colonia entera sabe que fue Abel y si nadie lo denunció fue porque la mamá pidió a los mismos vecinos que no cantáramos. La idea de perder a sus dos hijos de un jalón le parecía insoportable. Ella misma decía que el Zurdo había cometido el error, que era demasiado difícil no hacerlo. “Si no lo hacía su hermano, hubiera sido cualquier otro”, me dijo una vez que la encontré en el mercado. No es la colonia más glamurosa, pero tampoco la más peligrosa. Si te cuento esto es para que le digas a tus patrón lo que verdaderamente pasó. Que no se dejen asustar con chismes de lavadero. No cometan el mismo error que nuestro Zurdo. Mi consejo es que acepten mi oferta, que le den una nueva cara a este lugar y vean hacia el futuro. El resto de mi muchachos encontrará otro lugar para entrenar y con el tiempo la historia del Zurdo quedará en el olvido. Deben seguir moviéndose, pues. Los grandes gimnasios no hacen campeones, pero sí mucho dinero.

Publicado por primera vez en Festival Rulfiano de las Artes 2019

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