¿Qué tan triste estoy en realidad? Sólo uno de mis ojos llora. Lydia Davis
No sé bien por qué, pero desde hace tiempo me es imposible llorar. Me cuesta trabajo tenderme sobre la cama y abrirles las compuertas a las lágrimas. Ya he intentado toda clase de remedio, desde golpearme el dedo pequeño del pie contra la esquina de la cama hasta escuchar las canciones más tristes de las que tengo memoria; incluso repetí la grabación de aquella final de campeonato en la que mi equipo perdió en tanda de penales, pero ni siquiera así he logrado soltar una lágrima de cocodrilo. Por supuesto que también he releído hasta el hartazgo las instrucciones de Cortázar y el poema de Girondo en busca de algún consejo que me sea útil, ya no digamos para llorar de la manera correcta, sino simplemente para soltar algún sollozo, un breve suspiro entrecortado.
Pocas veces he logrado forzar un par de lágrimas y al final éstas han salido rotas, sin sal o escurriendo por un solo ojo. Pienso que esta fragilidad se debe, quizás, a que en mi vida la mayoría de las emociones son así: tuertas, mancas o cojas. Nunca puedo amar sin que el sentimiento de abandono se asome de manera repentina por la ventana de la dicha. Soy incapaz de enojarme durante tiempos prolongados porque siempre me interrumpe la sensación de que hay cosas más importantes —realmente importantes— por las cuales molestarse, como el calentamiento global o la hambruna del mundo. Tampoco he logrado soltar una risa que no esté atravesada por el miedo a la mortalidad o por el vacío de sentido en la existencia humana. Es decir, siempre me es complicado vislumbrar un sentimiento con la suficiente claridad como par poder tomarlo de la mano y caminar juntos hasta el atardecer.
Solamente una vez logré sentir de manera plena que podía ser héroe por un día mientras escuchaba una canción de David Bowie al final de una película. Por desgracia, esta emoción se desvaneció en cuanto encendieron las luces de la sala y comenzaron a aparecer los créditos finales. De lo contrario, me habría aferrado al asiento y jamás hubiera abandonado la sala de cine.
Hay tantas razones a las cuales se puede deber mi malestar. Por ejemplo, que no tuve hermanos ni primos de mi edad y, por lo mismo, prácticamente pasaba las tardes solo mientras mi madre se iba trabajar. Quizá por eso, a veces, me siento como la lágrima de un tuerto que contempla sin consuelo aquel trayecto desolador hasta la comisura de los labios. Por otra parte, esto también puede ser evidencia científica que sustente la teoría evolutiva de Lamarck, ya que recientemente he considerado la hipótesis de que, con el naufragio de mi padre en su última expedición en busca de cigarros, la naturaleza consideró que era innecesario que conservara ambos lagrimales. Al fin y al cabo, solo habré de llorar dignamente a uno de mis progenitores el día de su muerte.
Lo único bueno de todo esto es que ciertas veces soy capaz de ufanarme de tener todavía un par de tristezas envueltas en celofán y posiblemente hay varias que jamás llegaré a desempacar. Por ejemplo, jamás he llorado de corbata ni he vestido pantalones rociados con naftalina, ya que mi abuela aún goza de buena salud, mi abuelo falleció muchos años antes de que yo naciera y tampoco he sufrido la perdida de algún familiar lo suficientemente cercano. Acaso podría mencionar la muerte de Morris, el perro que tuve desde los doce años, pero la perdida de mi compañero merecería un libro entero para explicar lo que significó aquella mordida brusca al corazón. Porque cualquier persona con tres dedos de corazón sabe que un perro nunca es solo una «mascota».En fin, hay tantas razones por las que he considerado que mi tristeza es de segunda mano, que está rota, descosida o que le faltan piezas. Una solución que me ha propuesto cierto usurero es dejar atrás todos mis errores y mis fracasos para comenzar de nuevo. Que parta de cero y empiece a sonreír porque sí, como si no conociera la tristeza, como si ignorara la desdicha del ser humano y como si fuera innecesario empapar el alma para que no se marchite. Sin embargo, quién se arrancaría un brazo por puro gusto o se amputaría aquel placer que es admirar el color azul a cambio de un mar sin sal.
Además, considero que mi naturaleza me impide tal grado de mezquindad. Por más que lo intento, me he de aferrar a mi tristeza. Desde niño se me hacía difícil tirar los juguetes que ya no utilizaba o algún muñeco al que se le comenzaran a caer las piezas. Muchas veces guardé balones descosidos por haber sido el barrilete cósmico con el que ganamos alguna cascarita e incluso una vez me negué en el kinder a soltar mi globo para los Reyes Magos.
No cabe duda de que, a pesar de los inconvenientes que me causa, el corazón se me partiría en mil trozos si llegara a encontrarme con mi tristeza en el tianguis, compartiendo un pedazo de lona de plástico en el piso junto a aquellos relojes que no marcan la hora, la turbina de un avión que ya no vuela o como un cachorro al que nadie quiso adoptar porque le falta una pata. Entonces sí que no habría nadie capaz de frenarme el llanto. A fin de cuentas, en mi tristeza está todo lo que amo y llorar no es más que un intento por hacer que los recuerdos pasen una vez más, con todo y sus asperezas, a través del corazón.
Publicado por primera vez en Página Salmón