Algo distinto

Aquella mañana desperté sin saber qué esperar de este mundo nuevo. Pero la vida siempre halla cómo volver a su cauce y, día a día, se reinstauró la normalidad, aunque un tanto distinta. Sucedió antes, cuando apareció el cinematógrafo, el beeper y el Internet, y esta vez la gente no tardó en adaptarse a esa manera de vivir “sin hacer nada”. Incluso hubo amigos que dejaron de contestar los mensajes —aunque todos supiéramos que estaban en casa— porque, al parecer, los “nuevos” días no rendían lo suficiente como para “no hacer nada”.

De la misma manera, desde la Francia de Luis XV, parecía que el cabello nunca volvería a ser sólo cabello. En poco más de dos siglos, el oficio de estilizar conjuntos capilares se convirtió en un arte cuyos colores y formas geométricas hubieran sido la envidia de Kandinsky. Sin embargo, transcurrió el encierro y contemplamos mediante las redes sociales que amigos y familiares comenzaban a utilizar el mismo corte de pelo sin importarles realmente cómo lucían. De cierta manera, durante décadas habíamos sido más peinado que personas y ahora, ya fuese rapados en su totalidad o con un fleco asimétrico, nos repetíamos que ya habría tiempo para que el cabello volviera a crecer. En realidad era otra manera de mentirnos a nosotros mismos con la idea de que el mundo que conocíamos pronto regresaría, pero a partir de entonces hemos comenzado a acudir a las peluquerías simplemente a platicar, a descansar como piedras o a llorar en silencio.

En cierto sentido, el mundo cambió tanto que es imposible no alegrarse de que las crudas siguen siendo crudas sin remedio, como siempre. En mi caso pudo ser peor, si hubiera tenido que salir al mundo exterior para ganarme la vida, pero mi trabajo me permitió el placer del atrincheramiento en casa sin más complicación que el capricho de las deidades del Internet. Sobre todo porque el virus mortal que vino a terminar con el mundo en nada se relacionó con una horda de zombis empeñados en derribar puertas. A decir verdad, el sofá resultó bastante seguro y el encierro no fue tan grave como Hollywood había predicho.

La mayor dificultad que enfrenté fue la de entender esta nueva lógica global. En su mayor parte porque provengo de una generación cuyos padres insistían desde la primaría en que debíamos hacer algo de provecho con nuestras vidas. En cambio, ahora los expertos nos clamaban que no hiciéramos nada; que no asistieramos al trabajo ni a la escuela. Algo muchísimo más complicado de lo que imaginamos en un inicio. Más aún si recordamos que antes de este acontecimiento ni siquiera éramos capaces de estar en calma cuando un embotellamiento nos petrificaba a mitad del periferico. Siempre hubo la necesidad por gritar, tocar el claxon e incluso por bajar del auto para averiguar qué frenaba el flujo del tránsito, porque desde entonces nada era más aterrador que la quietud y el silencio.

Otra prueba de esta fobia es que, al primer mes del encierro, cada rincón de la casa quedó inmaculado; se despejaron las bandejas del correo electrónico; las canciones de los celulares se presentaron por fin en orden alfabético y las fotografías guardadas en la computadora se catalogaron por fecha y lugar. En cambio, los accidentes hogareños aumentaron y cada vez era más común que se derramara una copa de vino sobre el mantel recién planchado; que se rompiera el foco que se acababa de cambiar o que las alacenas amanecieran desordenadas sin motivo aparente. Sospecho que, muy en el fondo, nos movia una incógnita; francamente en ese momento sólo queríamos entender qué sucedería después de que la vida volviera a estar en orden y si acaso volveríamos a constatar el mundo en el que crecimos.

Supongo que de no ser así no hubiera sido tan grave como “no hacer nada”. Que cuando el mundo hubiera quedado en perfecto orden habríamos empezado a descubrir el mundo una vez más: alguien constataría que el ciclo del agua se cumple de manera incesante y comenzarían otra vez los eternos debates entre terraplanistas y pitagóricos. Mis sobrinos y yo, por ejemplo, comenzamos un prototipo del teléfono que consistía en unir dos vasos de plástico con un hilo. Sin duda no tarda en aparecer un Graham Bell que patente nuestro invento y el apellido de familia pasará al olvido en la historia de la telefonía. Así sucedió antes y así volverá a acontecer.

Por suerte, hay certezas inmutables. Tal es el caso de los calcetines que, aun en el encierro, no dejaron extraviarse a medio ciclo de lavado. Pero la vida siempre es la misma, aunque cambie como las olas del mar. Borges decía que era como la Odisea, en donde “algo hay distinto / cada vez que la abrimos”. Por ejemplo, en estos atrincherados días, adopté el hábito de poner las repeticiones de ciertos partidos de futbol en el televisor mientras cocinaba. La primera vez lo hice porque extrañaba el rumor de las tribunas y la sensación de compartir con otras personas un sentimiento diferente al de la angustia por el encierro o la incertidumbre del contagio; fue el deseo por sentir que era un domingo cualquiera. Sin embargo, continúe con este ritual cuando, en la empinada cuesta de la memoria, me encontré con un montón de caños, pases en diagonales y atajadas maravillosas que no recordaba. Por supuesto que no hablo de partidos históricos sino de jugadas que sucedieron en una jornada cualquiera: instantes guillotinados por el olvido por ser, precisamente, promesas inconclusas.

Los álbumes Panini del Mundial que dormían al fondo del librero fueron otras promesas inconclusas a las que me acerqué durante las tardes de enclaustramiento. Mientras recorría sus páginas, me cruzaba con espacios en blanco, marcados únicamente por el número de estampa faltante, pero también con rostros que no logré reconocer. Algo que tarde o temprano —me aventuro a suponer— sucederá con los atardeceres de la cuarentena: al final, cuántos de esos más de trescientos sesenta y cinco días se volverán realmente memorables. Quizá aquella sobremesa familiar en la que jugamos cartas, alguna partida de ajedrez en línea o la fiesta que hicimos por videollamada entre compañeros de trabajo. Es difícil saber con certeza a qué capricho se aferra la memoria, pero al menos estoy seguro de que no llegaré a completar la bitácora del año, como me ocurre con los álbum Panini. Pronto me faltarán varios días y muchos otros se habrán de repetir o entremezclar en el recuerdo. Claro que también están los afortunados que consiguieron un holograma dorado en medio de este caos: algún suertudo que presenció el nacimiento de un hijo, quien se haya enamorado o un oficinista que por fin consiguió tiempo para encontrarse consigo mismo.

Pero la cuestión es la misma. “¿Qué haremos cuando la vida vuelva a comenzar?”, me preguntaba un amigo por mensaje de texto. No le contesté y más bien me asaltó la duda de cuándo es que realmente comenzará. ¿No será incluso que se inició desde el día cero, precisamente en la quietud de nuestros hogares? Me aventuro a pensar que esta incógnita se debe en el fondo a una adicción por los inicios y los desenlaces, a constantemente querer nacer y morir, como si la vida se tratara de un videojuego o de un libro. Nos cuesta encarar que el único argumento de la vida es envejecer de manera lenta, sin sentido y sin retorno. Nos fastidia, por lo mismo, llenar el álbum de estampitas un sobre a la vez y preferimos comprar una caja entera de golpe. Mucho menos soportamos ver un partido de futbol donde no hubo goles, como si siempre tuviera que ocurrir algo extraordinario para que la existencia nos sepa realmente a vida.

Pero la existencia humana está hecha en gran parte de banalidades, así como 65% del cuerpo se conforma de agua. Por eso, durante el encierro, tuvimos la urgencia de hornear pasteles, cortarnos el pelo, ver un partido de futbol o beber una cerveza en compañía. Y sin embargo, qué trágico es cuando se va la luz e interrumpe una videollamada sin previo aviso; cuando uno amanece enfermo sin saber por qué y el porvenir termina truncándose tan sólo un par de días después. No hay momento más solitario en la vida de una persona que aquel instante en el que contempla cómo su mundo revienta, igual que una burbuja de jabón, sin poder hacer nada más que mirar el fregadero mientras se atasca de basura y restos de comida.

De ahí el deseo inconsciente por no querer terminar de lavar los trastes, el cual nada tiene que ver con buscar nuevas maneras de entretenernos. Más bien es un temor a contemplar cómo todo llega a su fin. Incluso el encierro mismo. En realidad no ha sido una época de aventuras memorables, pero ocurrieron varias cosas que no podremos ignorar, aunque en unos años recordaremos el fin del mundo como un “no tan” final del mundo y para entonces las grandes epifanías de estos meses habrán quedado al fondo del armario.

Ahora, con la vacuna, comenzamos a recibir invitados; se abrieron los restaurantes donde solíamos reunirnos y, por un momento, pareció que colonizaríamos una nueva realidad, como si se tratara de un planeta recién descubierto. Pero, con el paso de los días, hemos vuelto a poblarlo de la misma manera. A final de cuentas, la naturaleza del humano es disolver los malos momentos en el olvido. Como dice el pintor Juan Pablo Castel: “la frase ‘todo tiempo pasado fue mejor’ no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido”.  Por lo mismo, no basta con que la vida siempre vuelva a su cauce; para que el mundo cambie de verdad, debemos tener una voluntad por transformarlo; tenemos que hacer un verdadero esfuerzo por hacernos a manos llenas de una existencia distinta. Una lección que espero no sea tan fácil de olvidar como el hecho de que siempre hay que usar pantalones durante una reunión de trabajo.

Publicado por primera vez en Casa del Tiempo

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