VI

—¿Hace cuánto nos habrán dejado? —preguntó José Luis, acaso el más sereno de nosotros.

—Supongo que desde que entramos al banco de niebla.

—¿Creen que regresen por nosotros? —preguntó un extranjero de entre la multitud.

José Luis volteó a verme. Negué disimuladamente con la cabeza. Miró al resto de los Oficiales en busca de una segunda opinión, pero sólo obtuvo risas.

—¿Cuál pudo ser su ruta, Miguel?

—La corriente no tarda en arrastrarnos de nuevo a la tormenta —interrumpió.

—¿Y ellos?

—Son animales.

—Cómo nos alejamos de las nubes —preguntó José Luis.

—Podemos ensamblar otras balsas —sugirió Benito, el Constructor.

—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que nos alcancé? —pregunté.

Miguel no respondió. Simplemente observaba el horizonte. Por un instante me pareció que había enloquecido. En sus ojos petrificados encontré la misma mirada que tenía don Vicente Calderón de la Peña. Así se hacía llamar, entre locos, guardias y carceleros, el paciente número 261-21-991. Decía ser el nuevo Tenientísimo General que tomaría la gobernatura de las Novísimas Villas del Monte Real. Solía arremedar al Capitán, a sus Generales o cualquier otra autoridad que estuviera cerca de su celda. No era más que un marrano sentado sobre una bacinica que presumía como su trono bañado en oro. Aquella tarde lo bajamos con poleas a un bote exclusivo para él. Era igual de obeso que un jabalí salvaje. Ni siquiera podían sostenerlo entre cuatro de los soldados más grandes de la embarcación. Pesaba, decían, lo de seis hombres.

—¿Qué hacemos?

—Que los ayuden esos idiotas —gritaba el Capitán—. Que sirvan para algo.

—Ustedes, pongan a esos cinco a tirar.

Como premonición, ese loco descendió sobre el agua nocturna del mar. Lucía como uno de esos pedazos de utilería que cuelgan de la tramoya en el teatro de la capital. Después comenzó a oscilar como un péndulo y me pareció más bien estar contemplando a un ahorcado arrullado por la brisa de la tarde en la Plaza de Armas. Finalmente lograron bajarlo y él siguió soberbio con la misma mirada vacía que tenían quienes nos abandonaron. Debí haberlo comprendido en ese instante.

—Sabían.

—¿Qué dices, Miguel?

—Sabían que esto no era una simple tormenta: es un huracán. Lo sabían porque yo mismo se lo comuniqué al Capitán. 

Y pude entender la sombre en sus ojos. 

Como heraldos negros jineteando en el cielo, las nubes nuevamente nos embistieron con menos clemencia. Era la noche previa a la noche.

Un cementerio que fue bosque, Avant Editorial, 2020.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: