I

Mi nombre es Manuel y no busco salvarme. A estas alturas es imposible. Es cierto: matarlo no me hará feliz, pero el mar tampoco podrá desatar el alma de mi cuerpo hasta que halle justicia. Me basta mientras el recuerdo de tus ojos celestes nadando a través del agua. Tampoco pretendo seguir luchando, pero no me desvaneceré solo entre las olas. Antes partiré su corazón.

Nuestro galeón era la mayor obra de ingeniería jamás lograda. En los planos de la Santa estaba detallada finalmente la inteligencia de generaciones enteras. Decenas de constructores habían trabajado en aquellos papiros durante años en la capital. Por lo mismo, en la villa nos sentimos honrados cuando el Teniente General nos encargó su edificación. El mar no hubiera sido capaz de derrotarla.

—¿Entonces por qué nos desviamos? —preguntó el Capitán.

—Las palas del timón, Señor, se acaban de quebrar —respondió Samuel.

Se necesitaron cerca de tres mil troncos, cuatrocientas manos y el mejor hierro para construirla. Incluso cuando la abordamos alguien mencionó:

—Huele a pino. 

—Es cedro.

Podría decirse que durante los primeros días vivimos en un bosque flotante.

—Miguel, ¿dónde estamos?

—A tres días del continente, Capitán, pero nos estamos alejando precipitadamente.

—¿Qué sucedió? 

—Si me permite, diría que fue culpa del Primer Oficial. 

Habíamos chocado contra un arrecife cerca de la bahía cuando zarpamos. Un sordo lamento subió desde el eje de la nave, como si los locos siguieran a bordo. Nadie hizo caso. En cambio, seguimos adentrándonos al mar hasta que finalmente perdimos de vista la costa. 

Las primeras tablas comenzaron a ceder unos días más tarde y el agua se coló hasta la bodega de las provisiones.

Lo que realmente condenó a la Santa y su tripulación fue la estupidez de quienes nos guiaban. El Capitán y el Cartógrafo constantemente consultaban los mapas, medían milimétricamente el viento, calculaban las distancia y la velocidad, pero no sabían interpretar los rumores del mar y mucho menos sus colores. 

La Santa quedó inevitablemente a la deriva.

—Capitán, es imposible recuperar el control —insistió Samuel—. Lo mejor será dejar la Santa antes de adentrarnos a aguas más profundas.

—Al vientre del mar —oí gritar a un General—, nos dirigimos al vientre del mar. Capitán, tenemos que abandonar cuanto antes la nave.

Pero el galeón siguió avanzando hasta que nos quedamos sin horizonte

Durante mi vida escuché cientos de canciones sobre embarcaciones que lucharon espléndidamente contra las aguas más tempestivas; talé un centenar de cedros en las montañas para montarlos, tabla por tabla, en el astillero; presencié decenas de botellas de vino espumoso gastarse en el júbilo del bautizo e incluso alguna vez contemplé con mis propios ojos cómo, en medio de la tormenta, una nave se rendía cerca del puerto para finalmente desvanecerse entre olas tan altas como la catedral de la villa.La Santa en cambio ni siquiera tuvo la oportunidad de pelear. Combatió contra el frío e inmenso mar a su alrededor sin notar que al verdadero enemigo lo traía en las entrañas. De nada sirve así toda la fuerza ni toda la voluntad. He visto muchas vidas naufragar de esta manera absurda, pero nunca un galeón.

Disculpe, Señor —dijo el Cartógrafo.

—¿Qué sucede, Miguel?

—La tormenta hacia la que nos aproximamos es más peligrosa de lo que suponía, Señor. Sin el timón es muy probable que nos hundamos.

—¿Qué sugieres?

—Coincido con el Jefe de Sanidad: debemos abandonar la Santa.

—Capitán, no podemos hacer eso —exclamó Samuel.

—¿Por qué no?  

—Los botes —recordó—, no tenemos suficientes.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó. 

Tanto Generales como Oficiales callaron. 

—¡Alguien conteste, carajo! 

—Los idiotas —susurró tímidamente un paje. 

—Señor, usamos la mitad de los botes con los locos.

Un cementerio que fue bosque, Avant Editorial, 2020.

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