Nadar sabe mi llama la agua fría si mi sangre azul y mi piel dorada. F. Quevedo
En el principio no había nada. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las vacas pastaban sobre la faz de ese vacío. Y dijo Azcárraga: sea el futbol y fue el Azteca. Y vio que el futbol era bueno y se lo quitó a la gente. Y llamó a las cámaras y a los patrocinadores. Y fue un día, una tarde, que nació el clásico capitalino, Pumas contra América.
*
“¿Por qué hay ser y no, más bien, nada?”, se preguntó Heidegger al ver el Estadio Olímpico de Múnich. Mientras caminaba entre las verdes colinas del Olympiapark le surgió esta cuestión filosófica. Posiblemente cuando se dirigía a uno de los muchos partido del Bayern Múnich a los que asistió para ver jugar a Beckenbauer. “El genio”, como solía llamarlo.
No es insólita la asociación, si pensamos en el desprecio del libre mercado tanto por la filosofía como por los estadios. Enmarcados por el incesante murmullo de las actividades cotidianas, ambos dejan correr ostentosamente el tiempo. La mera existencia del estadio, en áreas urbanas donde el valor del terreno es muy alto, resulta una auténtica resistencia contra la codicia de los más descarnados y salvajes empresarios. Sobre todo porque actualmente habitamos un mundo donde hay que “ganarse” la vida. Ciudades que se construyen sobre un futuro en el cual existir ya no es un derecho, sino un privilegio. Paradójicamente, nacieron como un símbolo de modernidad en sociedades que se modernizaban aceleradamente, como marca del éxito social.
Aun así estos titanes duermen plácidamente hasta tarde, a pesar del estruendo citadino. Inactivo la mayor parte del tiempo, este inmueble abre sus puertas una, dos veces por semana para eventos que no duran más de ciento cinco minutos. Y cuando está cerrado, mientras el entrenamiento del futbolista transcurre en otra parte, el estadio es suntuosa y emblemáticamente el único lugar de la ciudad en donde la nada y el silencio tienen cabida. En la taxonomía de los edificios, diría que el estadio es el compañero descarado que se da el lujo de faltar al trabajo una semana entera sin siquiera llamar al jefe.
Y es que cuando hablamos de estadios, muchos ni siquiera se acuerdan de los pequeños recintos que pertenecen a la segunda y tercera división. Aquellos templos municipales abandonados a su suerte por la administración en turno. Mucho menos pasan por sus mentes aquellos palacios que resguardan las gradas de los equipos amateurs donde miles de niños han conocido la felicidad. Inmediatamente pensamos en los colosos pertenecientes a los grandes empresarios. Aunque ni siquiera estos están del todo a salvo. Constantemente los propietarios los magullan con encuentros ecuménicos de comunidades religiosas, conciertos y hasta partidos de futbol americano, pero a pesar de estas profanaciones no pueden aventajar al máximo la rentabilidad económica del predio. Varias veces han intentado levantar centros comerciales en sus terrenos y algunas veces han logrado vencer a estos titanes, como ocurrió con el templo Azul, pero aun así, siguen siendo el lugar nini por excelencia. Porque ser verdaderamente feliz y amar, en tiempos del capital, significa nada. Y a ese lugar no puedes ir sino a alentar al amor de tus amores.
-45’
El punto de reunión es mi departamento. De ahí caminamos hasta el Estadio Azteca. Empieza a lloviznar y decidimos entrar por el estacionamiento más cercano, la entrada más próxima. Esa que está junto a una maltratada viejita que alcanza a ofrecernos jerseys piratas de los Pumas. Una puerta habilitada especialmente para nosotros —los otros—, la afición auriazul. No es hasta que escucho a alguien decir —no muy en broma— que va a comprar una para quemarla dentro del estadio que caigo en cuenta de que no estamos en casa, de que hoy jugamos como visitantes.
Ya en el estacionamiento, una muralla de policía montada nos mantiene al margen de la puerta principal. Amenaza con llover y aquella decena de caballos se empeñan en tumbarnos. El aroma a mierda de semental se entremezcla con el olor a cerveza derramada en el concreto: un incienso para que la congregación rece sus cánticos hasta que los pulmones quemen.
Hora de entrar. Hora de los empujones:
—¡Ora’, ora’!
—Siempre es así —comenta un hincha junto a mí—, siempre le meten su calentadita a la barra visitante.
Y con razón: aunque el Estadio Azteca fuera Jericó, tanta es la afición de Pumas que únicamente necesitaríamos marchar alrededor de sus murallas una, acaso dos veces, para derrumbarlas con nuestras trompetas y tarolas.
—El que no canta, el que no brinca, la paga —advierte un cabecilla de la barra.
—Ni que fuéramos hinchas de ocasión—responde Josué—, esos putos que se vayan con Libres y lokos.
Y gritan, y gritamos mil cosas más, y gritan lo que sea con tal de gritar, porque el silencio suele ser demasiado pesado y atronador, como una plancha de cemento sobre el pecho. El silencio es una condena de muertos y este equipo está más vivo que nunca, listo para lo que venga. Somos la sangre que corre por sus gradas. Y aunque por un lado los policías nos avientan los caballos a diestra y siniestra, y por atrás la hinchada empuja y mienta madres al borde del infarto, uno a uno logramos entrar.
*
El estadio bien podría venderse, demolerse, poner su terreno a la venta y obtener mayores ganancias. Desalojar al equipo y que éste construya su nueva casa a las orillas de la ciudad, como tantos vecinos del barrio han tenido que hacer, allá en las periferias donde los terrenos son considerablemente más baratos.
Y, sin embargo, el titán de Santa Ursula sigue aquí, durmiendo plácidamente, sin siquiera sentirse amenazado por la enorme deuda que acumula Grupo Televisa. Sólo despierta cuando los hinchas le cantan serenatas de amor en días de partido. Son los cantos de guerra y esperanza lo único capaz de revivirlo.
-20’
Otro grupo de policías nos catea, nos quita cinturones, cuchillos, pistolas, cadenas y hasta peligrosas botellas de plástico. Pero hierba, cohetes, bengalas y las bombas de humo azul y oro que iluminarán el encuentro no son problema para el contrabando. Como el estadio y las ciudades, son inimaginables las cavidades clandestinas que guarda el cuerpo humano. Mencionaría unas cuantas, pero, como dije, son inimaginables.
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Durante mi infancia y adolescencia viví en Villa Coapa, a quince minutos del Estadio Azteca, en un edificio de clase media del Conjunto Habitacional Narciso Mendoza. Una colonia que desplazó a las viejas rancherías de la zona en 1967 para albergar a los jueces y árbitros de los Juegos Olímpicos del 68 y que después se pondría a la venta al público en general.
Como los pigmentos deslavados de la televisión a color que anunciaban la metamorfosis del mundo, aquella promesa enladrillada se erigía como un futuro más próspero a precios accesibles para toda la población. Una residencia en la que cada edificio estaba rodeado por pequeñas jardineras, no más anchas que uno, dos metros. Sin embargo, eran lo suficientemente grandes como para resguardar flores, arbustos, árboles. Y ahí un niño podía jugar a ser el Pentapichichi, Jorge Campos o Ronaldinho.
Además, esos pequeños paraísos también eran fuente de empleo para Don Jesús, el jardinero de la colonia, quien preservaba los andadores y sus jardineras. Un campesino viejo —eterno pensaba en ese entonces—, igual de resistente que el cuero de los botines y balones que se zurcía bajo el sol de los años treinta. Un hombre maltratado por el trabajo y los días, que había venido desde algún estado de la república en busca de mejores oportunidades, como ser jardinero de una clase media en aparente ascenso. Oficio que pensaba heredar a su hijo, quien también era padre de familia, y que probablemente hoy día está, más allá de la ciudad y su sombra, buscando un empleo diferente.
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Ese lugar en donde no pasa nada entre semana, lo creamos o no, genera costumbres, sentimientos, fidelidades y sobre todo sueños compartidos. Pasan los años y las colonias y los barrios contemplan, junto con sus trabajadores y vecinos, cómo se desvanece su pasado, las tiendas de conveniencia y los negocios locales. Son arrojados a la precariedad, a la transformación, a un futuro que ellos no escogen: la ciudad se destruye y se reconstruye sobre proposiciones ajenas.
Pero el estadio sobrevive, como una ciudad antigua que resistirá al mundo moderno, y al mundo que venga después de éste: un hogar utópico, fundado sobre la nostalgia, que triunfa sobre la ciudad del futuro: esa ciudad que aseguraba la permanencia del vecino dentro de su colonia y que brindaba pan al jardinero: ese sueño de la clase media que ahora se transmuta, se disuelve y desarraiga a todos hacia las periferias. Pero el estadio permanece latiendo en el corazón de la metrópoli y es ahí, como a la casa de la infancia, a donde siempre hemos de regresar.
-15’
Acudimos al estadio y cantamos: “däle, dale, dale, Pumas, vamos a ganar, / questa barra no te deja de apoyar; / yö te sigo a todas partes donde vas, / cäda día te quiero más y más y más”. Los hinchas de Pumas intentamos ocultar que no tenemos esperanza con nuestra actitud aguerrida. Una extraña forma de darle ánimo, no al equipo, sino a nuestra ilusión para que se vuelva real.
O quizá cantamos para no sufrir más de la cuenta si, como es de esperarse, el equipo no lo logra.
Porque los hinchas mexicanos somos incapaces de decirle que no al fracaso. Desde niños aprendemos que al fracaso se le abraza —se brinca y se canta con él— para hacerlo uno de los nuestros. “Fracaso, hermano, ya eres mexicano”, repetimos. De esta manera, cuando llegue, queremos creer, no herirá tanto. Como cuando te inyectan a la cuenta de tres, pero la aguja te la clavan al dos.
Es obvio que, debajo de cada abrazo, queremos ganar, pensamos en ganar y seguramente perderemos, porque el paraíso no está en la tierra, aunque afortunadamente haya esquirlas de éste. Y cada quien sabe dónde buscar las propias.
*
En la Narciso Mendoza, aun los vecinos más acaudalados, quienes eran los dueños orgullosos de un coche, debían compartir un estacionamiento público. No existían los cajones asignados y cada noche había que buscar un espacio libre para aparcar el automóvil. Con el tiempo esta labor se complicó, pues más y más familias tuvieron la oportunidad de comprarse un vehículo propio.
“Creced y multiplicaos, automóviles”, imperó don Progreso. Y el venturoso futuro que nos habían prometido en los años setenta se encarnó en aquellos trozos de aluminio laqueado, y creímos que era bueno y nadie quiso quedarse sin su volante y sus cuatro llantas. A pesar de eso, los jardines resguardados por don Jesús seguían floreciendo cada primavera, y ahí los niños, con sus Total 90, jugábamos a patear un balón descosido y a ser Ronaldinho.
Hoy, después de haber vivido en dos, tres edificios en distintas partes de Coapa, ya no hallo jardineras y mucho menos jardines. Por el contrario, llueven sobre el terruño planchas de concreto y aquellos paraísos se han limitado a diminutas macetas que cada quien mantiene al pie de su entrada. La prioridad en los planos se han vuelto los cajones de estacionamiento. Nadie debe quedarse sin el suyo, aunque un jardín y un lugar para estacionar el automóvil sean espacios vacíos en donde no pasa nada. Sin embargo, el cajón salvaguardará un medio de transporte cuya función es hacerte más productivo: traerte y llevarte al trabajo sin complicaciones, en una aparente comodidad, a pesar del tráfico, el mantenimiento constante y las inundaciones, por no hablar de los baches y las eternas filas de verificación. Es en los estacionamientos, pues, donde cada noche resguardas tu promesa de un futuro mejor, aunque no haya cabida para los jardines ni el pasado.
Los espacios libres —primos de la nada— son un lujo para la ciudad del futuro que no descansa ni deja de producirse a sí misma. Así como ocurrió con el dodo, los lotes vacíos donde echabas la cascarita se han extinto. Cada trazo urbano es una disyuntiva entre el pasado y el futuro en manos del dinero. La nada se encarece tanto que un vendedor de bienes raíces me explicaba que los estacionamientos privados iban a desaparecer en las próximas construcciones. De esta manera habrá lugar para uno, dos departamentos más, aunque los inquilinos tengan que rentar en una pensión particular para resguardar su automóvil. De esta manera, la nada por fin será un poco más redituable. Incluso me ha tocado ver carros apilados en complejos sistemas de estacionamiento que se elevan y que han hecho temblar al mismísimo reino de los cielos. Saben allá arriba que no tardamos en expropiar las nubes.
Al menos —he pensado para engañar a mi conciencia— el hijo de don Jesús encontrará empleo de velador en las pensiones que se planean construir al lado de cada condominio y podrá quedarse en la ciudad.
Y sin embargo aún sueño con un jardín, un lugar donde no pase nada.
Y sin embargo aún puedo caminar hasta el estadio que duerme inmutable y libre de amenaza en el corazón de la urbe, como si éste fuera mi propio jardín.
Y sin embargo, de cierta manera, lo es.
-5’
Recrudecen los gritos. A lo lejos se escucha la chifladera. Nosotros tendríamos que haber entrado por otra parte. Mis amigos y yo no vamos con la Rebel ni con ninguna otra barra, pero a último momento la lluvia nos hizo correr hasta la puerta más cercana. Así que entramos por aquí, por donde pasa la Rebel, y estamos empapándonos, mirando cómo llegan más —y más y más— y más hinchas. Corren y buscan refugio, sólo para encontrarse con las puertas cerradas y recordar que no tenemos llaves porque ésta no es nuestra casa. Porque, precisamente cuando empezó a diluviar, los policías ya no dejaron pasar a nadie. Y nadie somos nosotros, los auriazules. Porque justo en pleno aguacero, sacaron de la fila a un hincha, un nadie auriazul, que les gritó —les gritó “pinches culeros, déjenos pasar”— , lo tumbaron y lo agarraron a patadas —y macanazos y patadas— y macanazos. Y de paso, de una vez, a otros dos hinchas, dos nadies auriazules, que intentaron aguantarlo para que no se lo llevaran. Porque desde que vieron que se acercaban los granaderos ya sabían que se lo iban a chingar, ahí meríto, a la vista de toda la hinchada, para que el resto no olvidáramos que esta no es nuestra casa, que hay que callarnos, agachar la cabeza y aguantar vara. Y justo por eso, sólo hasta que dejó de llover, nos dejaron pasar. Y justo por eso nadie se calló, y todos cantamos más fuerte, porque “esta barra tiene aguantë, / pone huevös; / es la barrä / del pebeterö; / vamos, auriazul, / te he venido alentar; / tu hinchada no se vä, / te quiëre de verdad, / siempre hace caravana; / hoy tienes que ganar, / no me puedes fallar”.
*
Como el estadio —que es otra forma del hogar—, tener un lugar propio en la ciudad se ha vuelto un lujo. Principalmente porque día a día hay que madrugar para ir al trabajo, sobreponerse a las amarguras y frustraciones diarias, con el único propósito de ganar ocho mil pesos mensuales con los cuales puedas pagar un cachito de techo que ni siquiera te pertenecerá. Y más si, gracias a este ritmo de vida, únicamente lo puedes utilizar para dormir y ver el partido de los Pumas los domingo a mediodía. Sólo si tienes suerte y consigues ganar la Lotería u obtener una oferta laboral donde ganes más que el grueso de la juventud —por ejemplo, 38 mil 729 pesos mensuales—, podrás pagar la hipoteca de un departamento de apenas setenta metros cuadrados, con una recámara y un baño en una colonia como Santa María la Ribera. Ni siquiera hablemos de una casa, y mucho menos con jardín. Éste es, pues, el futuro que tanto nos prometieron nuestros padres y abuelos. Un mundo de jardines únicamente oníricos.
*
Cómo no te voy a querer, si el Estadio Olímpico Universitario es el único lugar al que podría llegar con cajas de huevo llenas de mis cachivaches en caso de que me desalojen por no poder completar lo de la renta. Cómo no te voy a querer, si el estadio es el lugar al que arribo dos, tres veces al año y aun así puedo llamar casa. Cómo no te voy a querer, si los estadios construyen con paredes, columnas y cemento, pero también —y más importante— con los muertos que pasaron por sus grada. Cómo no te voy a querer, si en tus gradas dejamos de ser únicos y especiales, como tanto nos han hecho creer padres y maestros, para volvernos el simple coro de una muchedumbre. Cómo no te voy a querer, si en tus asientos aprendí que es absurdo y hermoso sentirse parte de un equipo gracias a sus canciones, porras y fracasos. Cómo no te voy a querer, si el estadio azul y oro es una hogar que, al igual que el departamento de alquiler, cada quien llena con sus propios recuerdos.
-1’
Alrededor de nosotros, separándonos de la cancha, hay una reja coronada con un alambre de seguridad y una fila amotinada de granaderos que impiden a los hinchas de Pumas brincarse para invadir el resto del Estadio Azteca.
—Y ya lo vën / y ya lo vën / somos locales otra vez —canta la Rebel.
Y es verdad, somos más Pumas que azulcremas.
Pasan los minutos y los hinchas vacían los vasos de cerveza, los rellenan con orines y los revientan contra los granaderos en señal de venganza.
—Que llueva parejo —grita mi vecino de asiento.
Como si aquellos fueran los mismos granaderos que minutos antes nos amontonaron contra las rejas para que nos empapáramos bajo la lluvia, los que nos apresuraron con mentadas de madre e insulto en el túnel, como si fuéramos animales de ganado.
—Y seguramente en otro partido les tocó ser esos hijodeputa — dice mi amigo.
Ahora nosotros les recordamos que aunque no es nuestra casa, así como los visigodos se hicieron de Hispania y los helenos invadieron Troya, los Pumas hemos conquistado el Estadio Azteca.
0’
Petrarca perfeccionó en catorce rejas el soneto y de igual manera —partido a partido— cada entrenador intenta encontrar las variantes más inusitadas dentro de aquella prisión de once barrotes, ya sea en un 4-3-3, un 5-3-2 o, por ejemplo, un 4-4-2.
Esta noche el ingenio métrico de Memo Vázquez le ha dado a para versar con Pikolín Palacios, Marcelo Alatorre, Gerardo Alcoba, Darío Verón, Luis Fuentes, Kevin Escamilla, Javier Cortés, Abraham González, Jesús Gallardo, Pablo Barrera y Matías Britos.
El club América, por otra parte, propone un juego formal con Moisés Muñoz, Paul Aguilar, Paolo Goltz, Pablo Aguilar, Osmar Mares, José Daniel Guerrero, Martínez, William Fernando Da Silva, Ruben Sambueza, Silvio Romero y Oribe Peralta.
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Los Pumas mueven el balón y arranca el partido. Remate de cabeza de Oribe Peralta. Pikolín lo frena, pero suelta el balón. De la nada llega Pablo Aguilar y simplemente lo empuja al fondo del arco. 2’ y ya vamos perdiendo.
—No importa.
—Ahorita remontamos.
—No tarda nuestro gol.
—¡Con huevos!
Oribe al 4’ toca para Silvio Romero; Silvio Romero sirve de taconazo y William líquida a Pikolín Palacios. La hinchada Puma calla uno, dos segundos. Incluso empapados por la tormenta, resentimos hasta los huesos ese balde de agua helada, pero nadie fuera de la barra lo nota porque inmediatamente se escucha aún más fuerte —siempre más fuerte y más fuerte— ese apoyo.
Los jugadores de Pumas corresponde el amor e insisten e insisten e insisten sobre el arco contrario, pero son cuarenta y tres minutos sin poder hacerle daño al América.
Muñoz rechaza otra pelota y por poco la gana Britos.
Al 44’ Pikolín salva de milagro su meta con el pie: no hay tercero, no hay vencido. Tiro de esquina al minuto cuarenta y cinco para Pumas. Última jugada del primer tiempo. Britos pica el balón con un cabezazo y vence —por fin gol— a Moisés Muñoz.
—¡Gol, gol, goool! —Estamos cerca.
—Sí se puede.
*
La afición de Pumas grita bastante cuando va ganando, pero en la derrota se revienta los pulmones. Esta hinchada no perdona al especulador que se preocupa sólo por mirar el marcador para saber si se gana o se pierde. El éxito no es más que la estadística de los cretinos. Si la vida es más compleja que simplemente alcanzar el triunfo, más aún en el fútbol que a veces está por encima de la vida.
Pumas tiene una afición de románticos que no necesita pruebas de amor para alentar. Saben que las élites les han mentido a los mexicanos por décadas. Que la meritocracia es un cuento de hadas para adultos. Nos han dicho hasta el hartazgo que el cambio está en uno mismo. Y quizá los que más se lo creyeron hayamos sido los hinchas mexicanos.
La verdad es que, al igual que en todos los cuentos, la mentira algo tiene de verdad. Porque —como dice Villoro— cuando los jugadores han sido vencidos, contener la respiración, putear al contrario y gritar canciones de amor es la única manera de cambiar el rumbo del partido: “vamos, UNÄM, / tenemos que salir campeönes este año; / ustedes ponen los huevos y yo alentändo; / hace mucho tiempo / la vuelta yo quiero dar; / vamos, Pumas, no me pueden fallar; / vamos, UNÄM, / vamos, UNÄM”.Vamos, chingá.
*
El futbol es un deporte en el que se ejercita ese músculo, ese vestigio evolutivo, que llamamos “esperanza”. Por eso, este texto trata sobre una derrota. Porque el futbol en sí es una derrota.
Muchas veces el gol ni siquiera cae y entonces se puede decir que en el partido no pasó nada. El futbol ofrece una moraleja que por suerte —explica Caparrós— no solemos entender: el 98% de un partido consiste en intentarlo. El futbol es una montaña de fracasos y, sin embargo, los jugadores no dejan de intentarlo. Guardemos el secreto —pide el de Boquita— lejos de predicadores, de los coaches empresariales y de los guionistas de Hollywood. De por sí el futbol se ha vuelto fiasco, engaño y necedad. Tanto esfuerzo para buscar un gol y éste a veces —más bien casi nunca— aparece.
El futbol es para utopistas inquebrantables, renegados a nuestro tiempo estacionario, para esos pocos que aún sueñan con tener cierto día su propio jardín.
Escribo sobre el fracaso de mi equipo porque nadie sobrevive en silencio a las tragedias. Y aunque los grandes momentos reclaman unas cuantas líneas, cuando se celebra no hay palabra escrita que importe.
93’
Un suspiro. Las dos horas de partido fueron un instante que apenas y duró un segundo. Un segundo tiempo en el que no pasó nada. Cuarenta y cinco minutos donde los aficionados de Pumas tratamos de jugar el partido: saltamos, gritamos, nos asustamos, nos ilusionamos y nos abrazamos entre desconocidos.
—Te dije que era un pendejo, que sólo Britos juega con huevos.
Saltamos, rezamos, llovían vasos de cerveza tibia —y por supuesto que no era cerveza—, saltamos más, gritamos sin parar, dos gordos sin playeras se agarraron a golpes porque uno de ellos no cantaba con suficiente fuerza y seguramente por eso íbamos perdiendo.
—¡Vamos, chingadamadre!, ¡hoy tenemos que ganar!
Gritamos, gritamos más y saltamos más.
—¡Balenberga!,—perdimos.
Y ahora nos miramos a los ojos sin saber qué decir, o evitamos cruzar miradas y preferimos hundirla en el fondo del vaso de cerveza, y la novia de mi amigo Lalo que trata de consolarlo con un beso en la mejilla que sólo lo quiebra más, y los más grandes lloran, berrean y se lamentan, y un par de compadres se quedan mentando madres hacia la cancha vacía. Y otra pelea a la salida, en medio del túnel. Nada grave. Al menos no tan grave como el silencio que acompaña a esta marcha fúnebre. Somos tan frágiles.
Silencio.
El peor silencio.
El silencio de miles de hinchas abandonados por su equipo. Y la extraña conciencia de que esto terminó y de que nunca dejará de ser así: perdimos. El silencio de una derrota que poco a poco se vuelve más ensordecedor que el canto de la hinchada loca. Así debió de sonar la nada milisegundos antes del Big Bang. Como un estadio apunto de gritar gol. Con la diferencia de que esta vez el universo no fue.
*
No hay otro deporte con un contraste tan claro entre ser y nada. Me refiero a ese momento donde se canta, suenan tambores y trompetas, pero no hay nada, por así decirlo, en medio del caos. Se oyen murmullos rítmicos de fondo, de un lado a otro, pero no tienen una forma específica ni definida. No obstante, hay veces en las que algo logra materializarse brevemente, como un cometa que atraviesa la más profunda noche.
Pasó en el Mundial del 2010. “Es difícil escuchar el silencio —escribe Iniesta en su memorias—, pero yo en ese instante escuché el silencio y sabía que ese balón iba adentro”. De lo que habla es de ese momento que te encoge, y se vuelve más hondo y profundo con cada milisegundo que pasa, y que rompe en un grito unánime de felicidad.
El gol se materializa entonces, no sólo en la red, sino en el aire y dentro de los corazones.
Hay otros ejemplos: porras, alabanzas, cánticos que casi pueden verse. Como si de la boca del hincha cayeran bengalas que colorean el campo de juego. A final de cuentas, todo esto materializa un sentimiento: pasar de la nada al ser. Muy parecido a la gloria. Lamentablemente ésta no sirve para todos los días, porque también hay tardes de domingo tristes en las que no hay futbol y el sol se pone desde las dos de la tarde.
*
Y en el fin de los tiempos, como al final del partido, nadie cabrá en esta ciudad. Ni sus muertos y mucho menos sus vivos. Una ciudad en la que sólo se escuchará la tarola del hincha que se aleja lentamente junto con la melodía de su corazón cansado. Una ciudad donde transcurrirá la vida, pero en la que nadie dormirá ni soñará por las noches. Sólo los estadios, en un imponente y eterno silencio. Y el recuerdo de que ahí, alguna vez fuimos —maldita sea— felices.
24 de septiembre, 2016
La crónica como antídoto: las dimensiones del ocio , UNAM, 2019