Cassette

La semana pasada fui al dentista, pero —como es habitual— de nada sirvió llegar a tiempo. Lamentablemente, si uno se anticipa a la demora y decide llegar tarde, corre el riesgo de perder su turno. Al final, el tiempo pasa más rápido de lo que creemos y si se quiere ser impuntual, hay que estar puntual. Pocos son los que dominan el arte de estirar el tiempo hasta volverlo un extenso desierto.

Jesús Gardea, por ejemplo, envolvió sus cuentos en paisajes desolados y áridos. Algunos lo atribuyen a la abrasadora geografía del norte de México en la que vivía, y yo les creería si no fuera por las atmósferas de amargura y desencanto que también les imprimió. Me inclinó más a que eso es un atributo que le debe a su oficio de dentista. ¿Quién puede estar más horas en esa aislada cámara del tiempo, que es el consultorio dental, sino el mismo dentista? Recuerdo haber leído en algún periódico cierta declaración en la que confesaba: “mis libros reflejan un poco mi estilo de vida, aislado, un tanto apartado, y el lector requiere cierta tranquilidad para acercarse a ellos. Mis personajes son seres muy concentrados, encerrados, a lo mejor en cierto momento revelan un poco mi forma de ser”.

Por otra parte —como si esto no fuera suficiente—, difícilmente puedo aprovechar el tiempo en los consultorios dentales, ya que los nervios me impiden concentrarme en cualquier cosa que no sea el fatal dolor por venir. De ahí que siempre agradezco la literatura de consultorio dental que se ofrece al mártir, en la cual, antes que nada, busco —inevitablemente escéptico— mi horóscopo para ver si hallaré un futuro menos doloroso. Afortunadamente, con el pasar de los años aprendes a renunciar a tus sueños y a cambio comienzas a disfrutar de las cosas por las que no darías ni un quinto, como esas revistas de sensación. Después, para seguir sacándole provecho al tiempo, me pongo al día con las cuantiosas bodas y los divorcios de las celebridades. Por último, si aún hay tiempo —siempre lo hay—, contesto los cuestionarios para encontrar al amor de mi vida.

De ahí que, pasadas las dos primeras horas de espera, la llamada de Raquel me resultara reconfortante. Prefería hablar con una voz conocida —posiblemente hubiera intentado hacerle plática a mi vecino de asiento de haber tenido— antes que releer los pormenores de la boda de Cuauhtémoc Blanco. 

—¿Bueno?

—¡Por fin lo hizo! ¡Va en serio!

—¿Qué? ¿De qué hablamos?

—Por fin me hizo una playlist.

Curiosas formas de obrar tiene la vida que, frente a mi deseo por escapar a la lectura de otra revista de moda, mi llamada salvadora me condenara a confirmar el profundo inventario psicoanalítico de un artículo que había descubierto un par de semanas antes en un Sanborns: “Cosas románticas que toda mujer espera que pasen al menos una vez en su vida”. Desde entonces, y tras invertir treinta pesos, Raquel no dejaba de observar con precisión de cirujano maxilofacial cada gesto que tenían sus pretendientes, aunque seguramente muchos los hubiera pasado por alto de no haber sido por aquella azarosa lectura. Entre estos, la dichosa playlist.

Cortázar tiene razón en decir que “cada memoria enamorada guarda sus magdalenas”, pero confieso que ver tanta película de los ochenta ha contribuido bastante a cincelar el cómo recuerdo mi pasado. Sobre todo los años de la primaria y de la secundaria, los cuales fueron verdaderas batallas en el desierto, insufribles y violentos, como el mismísimo páramo que describe Roberto Bolaño en 2666. Una brecha que, por nada del mundo, quisiera volver a recorrer. Sin embargo, tampoco puedo evitar recordar ciertos momentos de aquel entonces maquillados por la nostalgia. Finalmente, la mayoría de las cosas que nos hacen ser quienes somos no podemos olvidarlas jamás, pero tampoco somos capaces de recordarlas de manera exacta, al grado de que hay ocasiones en las que llegamos a confundir escenas de películas con momentos de nuestra propia vida y viceversa. 

El sábado pasado, por ejemplo, vinieron a buscar a la vecina. El chavo llegó en su Ibiza fluorescente y traía a todo volumen «Y Ahora Resulta» de Voz de mando. Al final de la canción soltó una serie de blasfemias y gritó el nombre de la destinataria para que los vecinos nos enteráramos de quién era la responsable de dicha serenata. Arrancó en su automóvil tuneado y el silencio de medianoche volvió a reinar. Por mi parte, me puse a pensar en cómo es que habíamos pasado de la clásica escena de Say Anything a esto. ¿Acaso habrá otra de esas noches en la que una chica insomne, que da vueltas sobre la cama, escuche a lo lejos “love I get so lost, sometimes / days pass and this emptiness fills my heart / when I want to run away / I drive off in my car / but whichever way I go / I come back to the place you are” mientras el chico de sus sueños, bajo la ventana, al pie de su coche, carga con una colosal radio? ¿Qué fue, pues, de los románticos como Lloyd Dobler?, me pregunté. Si acaso todavía existieran los cassettes, ¿el mundo sería un lugar mejor?, ¿o seremos nosotros quienes nos empeñamos en pensar mundos mejores para poder sobrellevar esta realidad, para hacer soportable esta larga espera en la antesala del consultorio dental?

“Lo malo de que ya no haya cassettes es que no puedes grabarle a la chica que te gusta tus rolas favoritas”, suele decir Raquel. Y concuerdo con ella: grabar una canción directamente de la radio le daba un toque muchísimo más especial al asunto. Incluso en la preparatoria, con el CD, se fue perdiendo cierto magnetismo entre las parejas. Para Raquel la ofrenda hecha en aquellas cintas rebobinables tenía más mérito, pues implicaba mayor trabajo, tiempo y sacrificio. Y es que pareciera que muchos miden aún el amor en círculos y sus eternas penitencias. Pero es cierto que, por otro lado, esa pródiga paciencia que aquel acto implicaba —paciencia que ningún adolescente tiene— era el reflejo de un interés más sincero. Un auténtico amor, dirán algunos. Habrá, por otra parte, quienes sostengan que si en el cassette no se escuchaba la voz del locutor anunciando la estación, aquello no podía ser amor del bueno. Por el contrario, era sinónimo de que la prueba de amor no era más que una vil copia de otro cassette y que tu chica no valía los cientos de horas de estar pegado junto a la radio esperando a que sonara la nueva canción de Sin Bandera. Un auténtico amor implicaba sacrificar partidos de futbol en el estacionamiento de la colonia, abandonar a la princesa Peach en el castillo de Bowser e incluso prescindir de aquellas horas dedicadas a estudiar para los exámenes y, por lo mismo, aceptar los regaños y castigos de tus padres como auténtico espartano. Definitivamente, si en aquel entonces hubieran existido las iTunes gift cards, muchos de nosotros no hubiéramos nacido. Por algo dice el poeta Eduardo de Gortari que nuestra generación ya sabía —mucho antes que el doctor Torrent Guasp— que “el corazón es una sola cinta de carne en espiral / como el cassette, con los mismos botones”.

Elaborar la mixtape era una odisea de semanas enteras y desde entonces ninguna Penélope estaba dispuesta a destejer. De ahí que era menester tenerlo listo lo más pronto posible. Darle el cassette antes que nadie, antes que tu compañero contra el que disputabas el balón y la atención de las niñas en el recreo o con el que competías para ver quién llegaba primero a la tiendita de la colonia. Éramos tan jóvenes en aquel entonces que el inmerso porvenir se nos abría como un continente desconocido por conquistar y las primeras veces lo significaban todo: la primer carta de amor, la primera serenata, el primer beso. Frente a eso, el subsiguiente que deseaba sobresalir, sólo podía hacerlo si se arriesgaba en llamar su atención con actos más exorbitantes. Componerle, por ejemplo, una canción con tu banda de happy punk y cantársela en una tardeada,hornearle un pastel de fantasía o, en el peor de los casos, enfrentar lo que en la escuela llamábamos “la caminata de la vergüenza”. Es decir, andar a través de incontables cuadras de la colonia con un ramo de flores en mano o un puñado de globos inflados con helio mientras soportabas sobre tus hombros el centenar de ojos y murmullos de la secundaria entera. Incluso tengo ex-compañeros que insisten en que esta mal llamada “caminata de la vergüenza” es algo que acompaña al ser humano durante toda su vida, aunque pareciera que, a los desencantados treinta, dichos murmullos y miradas inquisidoras asocian aquel hecho con una metida de pata conyugal. Como si las flores hubieran dejado de ser para consagrar tu recuerdo en la memoria del ser amado y se hubieran vuelto más bien un licor para disuadirla. 

Al igual que sucede con mi amiga Raquel, resulta extraño y hasta sospechoso para mucha gente que a estas alturas una persona busque formas únicas para demostrar su amor, aunque poco importe ser el único o el primero en hacer algo por ese ser querido. No sólo porque los años cada vez guardan menos sorpresas, sino porque con el tiempo aprendes que el valor de un gesto reside en cosas más complejas que apañar el primer puesto en un podio que a nadie le importa. Que no nos engañe la tierna nostalgia de la pubertad, la urgencia por hacernos de la vida a puños llenos ni la ostentosa posibilidad de derrocharla que poseíamos en aquel entonces. No hay nada más distante a los deportes de balón y a las carreritas que la vida y más aún cuando nos referimos al amor. 

Hoy, por ejemplo, ya no hallo cómo alargar los días ni cómo escapar a las dolorosas visitas al dentista que se prolongan tortuosamente en las salas de espera. Y sin embargo, contrario a ese entonces, intento disfrutar cada instante, porque sé que cuando hayan pasado más años y tenga que empezar a hacerme rutinarias pruebas de próstata, triglicéridos y colonoscopias añoraré las dulces e indoloras tardes de endodoncia. Vaya, que al final de cuentas, entre más tiempo permanezca cerrada esa puerta al final del pasillo, mejor. 

Publicado por primera vez en Punto de partida «Nueve ensayista (1985 – 1995)», Nº 203.

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