Un libro para prohibir

Intenté leer por primera vez el Quijote en la secundaria cuando una maestra dejó de tarea un resumen del famoso capítulo de los molinos. Antes de poder terminar siquiera media página, ya estaba en el jardín de mi vecino jugando con una rama a las espaditas. En la preparatoria la historia no fue distinta: un profesor nos obligó a leer varios capítulos entre los que estaba el encuentro con Dulcinea y sus penitencias pastoriles en la montaña. Aquella vez tampoco terminé la tarea por una pelea con el amor de mi vida –de ese entonces– que puso en riesgo nuestro para siempre –de ese momento– durante toda la semana. Al llegar a la universidad volví a intentar leer el Quijote a pesar de mis dos rotundos fracasos, pues ¿dónde se ha visto estudioso de la literatura que ignore la obra cumbre de nuestra lengua madre? Sin embargo, este lector moderno –que ya no acostumbra las grandes obras– desistió nuevamente. A pesar de todo pronóstico, sobreviví hasta el final de la licenciatura con apenas unos retazos del Quijote en mente. Los suficientes como para poder esquivar las preguntas de mis muy doctos condiscípulos. Llegó la vida del graduado y con ella los tropiezos, las apaleadas mortales y los verdaderos fracasos. Empecé a leer el Quijote el peor día de mi vida, más por la inercia de coger el primer libro a la mano que por placer. La mañana me sorprendió riendo a carcajadas y así me mantuve los días restantes: resistiendo en una cabalgata por los caminos de la derrota, sintiendo bajo mis talones el costillar de Rocinante y con mi adarga al brazo. No cabe duda de que el Quijote debería traer –como sugería mi profesor Aurelio– una faja con la leyenda prohibida su venta a quien no conozca el fracaso. ​​​

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