La cama de sábanas rojas

Me encuentro recostado en mi cama un cierto día de otoño.

Se ha terminado mi melancólico sueño, y despierto con una fuerte depresión; despierto entre unas sábanas rojas como el vino que tanto me gusta, rojas, como la sangre que corre por mis viejas venas. Despierto entre unas sábanas rojas, sin embargo, las encuentro un tanto frías, obligándome a quedarme inmóvil en mi pequeño nido de calor.

–Tráiganme vino. –Esas fueron las palabras que traté de articular con una ausencia de voz. –Tráiganme vino –repetí. Ésta vez tratando de provocar ese miedo que tiempo atrás podía causar sobre mis criados, pero nuevamente mi voz fue opaca y apenas perceptible. Aun así, no tardó mi fiel servidor en llegar al pie de mi cama. –Tráeme el mejor vino que encuentres… tráeme el pedazo de carne más gordo y jugoso que halles… tráeme a la mujer más bella y sensual que conozcas… tráeme todo eso de prisa –le ordené a mi criado sin divagación y con una expresión cadavérica.

Pasaron los minutos, y yo sentía cómo poco a poco el tiempo frenaba los latidos de mi corazón; esa sensación por un momento me llegó a aterrorizar, sin embargo, con muy poco esfuerzo la pude controlar. A decir verdad, me sentía preparado para este momento inevitable de la naturaleza. 

De pronto, extrañé mis rasgos juveniles, mis actos llenos de vivacidad, mi cuerpo enérgico, pero lo que me exaltó fue darme cuenta de que había sido el tiempo quien me había arrebatado todas esas características de valor intangible. 

Era el momento más agobiante que estaba experimentando en toda mi vida, sin embargo, por esa misma razón, sentía la mayor excitación que nunca antes había sentido. Todo esto me llevaba una corriente de pensamientos sobre mi destino; ese hado cercano, al cual estaba condenado. Me preguntaba a mí mismo si ahí encontraría el más verde de los valles, el valle donde habitan los ángeles, la pradera donde los serafines baten sus alas libremente, donde las almas flotan airosamente. Pasé varios minutos pensando en eso, hasta que de repente, en una fuga hacia la realidad, pude notar que mi sonrisa se había esfumado ya hace tiempo.
En cuanto me percaté de esta tétrica verdad, pude escuchar cómo algo golpeaba contra el cristal de mi ventana. Traté de ver qué era, sin embargo, al mirar por el vidrio me percaté de que el exterior carecía de luz. Había caído la noche, sin aviso. Esto me causó una gran angustia, pues la luna me había impedido despedirme del sol, el sol que durante tanto tiempo me llenó de calor y al cual le había tomado cierto cariño. Sin embargo, mi atención no se detuvo mucho en el exterior, pues pude reconocer los pasos de mi criado, el cual se aproximaba lentamente. Viene acompañado, pensé. 

Es hora, es tiempo de desapegarme de las preocupaciones comunes con las que he cargado durante toda mi vida, es tiempo de hacer notar la luminosidad de mis ojos. Es momento de gozar al máximo la vivacidad de mi espíritu, por última vez.

Y es así como la palidez se apodera de mi rostro, mi mente se entrega a las divagaciones de la locura, empiezo a caer en los desórdenes mentales, sin embargo, este estado no me aterra.

Es momento de afrontar el obvio, predeterminado e inevitable destino. Es hora de entregarse al eterno sueño.

Es momento de afrontarla.

Publicado en el libro Letras Muertas:  Diez años sin Octavio Paz, 2009.

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